8/2/11


Muere joven y deja obra
La vida breve de Andrés Caicedo*
(Articulo publicado en la revista En voz alta. Nº4)


El mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre” Louis Ferdinand Céline



“Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia,

logran lo absoluto y sucumben de manera admirable: son los trágicos, su numero es reducido.”

Herman Hesse






Trabajar en una librería para un/a joven estudiante podría ser (mal) entendido como un privilegio ante quienes se asumen como buenos o meros lectores. El lado b de este módico sueño ¿pseudo-hipster? es que se trate de una librería situada en el corazón mismo de un Shopping. No se diga más. Pero los milagros ocurren, sobre todo cuando se trata de un hallazgo en medio de una librería babilónica del híper-consumo- y de la híper oferta-demanda de Aguinis, Yofres, Stamateas, Coehlos, etcéteras. Este fenómeno-hallazgo muchas veces ocurre como resultado del azar -lo cual intensifica el goce- o como cuando un libro te lleva hacia otro. Algo así como el efecto mamushka de la literatura. Siempre hay un libro o muchos dentro de otro. Este mecanismo de intertextualidad nos garantiza siempre grandes y gratas sorpresas.
A fines del 2007 en esta especie de librería, sobre las mesas de novedades encontré, de pasada, un libro con una portada muy llamativa -por lo psicodélica- y con un titulo encantador: “Qué viva la música”. ¿Andrés Caicedo? Jamás había oído hablar de él. A primera vista el titulo me atrapó por la sencilla razón de que ya venia yo en el tren beatnik con rumbo incierto, y pensé que quizás esta novela era la próxima parada. Mas o menos así fue: Estación rock & pop pero del subdesarrollo. Lo revelador fue que el prólogo estaba a cargo de Fabián Casas. He aquí el milagro, un momento epifánico: de la mano de Casas un nuevo autor entró a mi vida. “¡Welcome, Andrés!” A partir de allí comenzó mi travesía con este colombiano y lo confieso, caicedisticamente me enrumbé.
Andresito vivió poco y escribió mucho. Como dice Casas en el ya mencionado prólogo “Su vida fue un haiku”. En 1977 a los 25 años, el mismo día que tuviera en sus manos el primer ejemplar de su única novela, se tomó 60 pastillas de Seconal y chau. Pasó a ser historia, mito y leyenda. Mito y leyenda de Colombia y noticia para el resto de Latinoamérica, que le da la bienvenida a toda su obra editada recientemente por Norma.
De vida en reversa, asexuado, border y esquizoide; delgado y frágil, miope y tartamudo- zanjada así la distancia con casi todos los demás-. A buen entendedor: un freak total.
Andrés era un caleño atravesado, si, pero sobre todo, era un adelantado a su época: un profeta desterrado, porque no se hallaba en ninguna parte, salvo en las salas oscuras del cine-club. “acabo de salir del cine y contemplo con horror la noche que me habita dentro”. Preso en su ciudad como en su propio cuerpo, mientras Colombia era Macondo y nada más, Caicedo escribió: “Cali es un calabozo y aquí estoy yo”.

 La obra
Desde este calicalabozo, y sobre todo desde su inframundo interior, Caicedo gestó una narrativa contracultural. Como el reverso del boom latinoamericano, y como manifiesto de una generación pop-rockera que carecía de un cauce de expresión.
Andrés, entonces, con el zoom puesto en las grietas mohosas de una Colombia tropical y subdesarrollada, asediada por la violencia instalada en las calles, la rumba y el narcotráfico, se quiso auto explicar, para no decir que murió en el intento. Esta visión descarnada que se puede leer en casi toda su obra constituye un realismo trágico, negro sobre blanco, que contrasta cabalmente con el tan aclamado realismo mágico del Gran Gabo Nobel de la literatura. “Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Taxi Driver y los Stones” comentó Alberto Fuguet en la contratapa de Que viva la Música.
Con un lenguaje propio, de su tiempo, coloquial y fuertemente localista, este joven eterno habitó sus historias de personajes con destinos fatales, que se deslizan en distintos planos sobre una misma escena, urbana pero caliente. Los días en Cali eran todos igualmente agotadores. Las noches en cambio, eran el convite a dejarse caer -salsa-sexo-drogas y un poco de rock mediante- por la espiral descendiente, de muerte en muerte. Todos sus personajes eran -como él- adolescentes viejos que morían de apoco en cada fiesta.
Escribió con una velocidad endemoniada todo lo que, a sabiendas, lo eternizaría post mortem: “dejo algo de obra y muero tranquilo”. Todo lo que publicó en vida es desproporcionalmente menor a la gran posdata con la que nos encontramos tres décadas después: guiones de cine (sobre todo westerns), obras de teatro, cuentos y poesía, artículos de crítica cinematográfica, diarios personales y mucha correspondencia. Cinéfilo, cinépata, cinéfago, o también como él mismo se solía llamar, cinesifilítico. ¿Qué se puede hacer salvo ver películas? se preguntaba Charly García en Argentina, en el mismo año en que la pantalla de Caicedo se ponía en negro para dar lugar a los créditos. Porque más acá de la literatura, AC cultivó desde muy pequeño un amor obseso por la imagen y el movimiento. Fundó la primera cinemateca de Cali y dirigió la revista Ojo al Cine en la cual publicó la mayoría de sus apasionantes artículos, junto a su reducto de amigos entrañables que adoraban el cine y la literatura tanto como él.
“En su mundo de celuloide Andrés era tan feliz” tanto que mientras los literatos de la época acariciaban el sueño de Paris, Caicedo viajaba a Los Ángeles para vender dos de sus guiones de cine. Fracasó, y decepcionado a su vuelta dijo que al final “Hollywood no existía”.
Sin ir más lejos, la historia de vida de Andrés transcurrió dentro de una constelación edípica estancada y con todos los pormenores harto conocidos del ABC de la novela familiar de las clases medias. Único hijo varón con tres hermanas mujeres, una madre sobreprotectora y un padre eterno-rival. La distancia irreductible entre AC y su familia -menos con Rosarito, su hermana mayor- es la que mediaba entre él y el resto del mundo. Entre su tormento y la incomprensión de la gente para los que incurren en “la inconveniencia de complicarse innecesariamente la vida.”

Entre la vida y la muerte, el cine
Es probable –o no- que como dijo Fuguet, si Andresito estuviese entre nosotros, “la hubiese pasado mejor”. Hoy seria un post-adolescente con problemas, pero con un blog. Las herramientas que brinda Internet le hubiesen permitido mantenerse en contacto con miles de jovencitos empantanados al igual que él. Empero, más que un triste Blogger, Caicedo hubiese preferido ser lo que fue. Precoz y maldito, la idea de llegar a viejo le parecía un despropósito.
 Allá en los setenta aspiró a permanecer dejando testimonio por escrito – a maquina- del infierno en vida que le toco vivir, tanto en Cali como dentro de si mismo: “y es que he venido a saber que soy de raza triste, que mi tristeza es congénita, tristeza de madrugada y de antes de cerrar los ojos (…) Ahora escribo para calmarme y para buscar un orden. Me da un miedo atroz pensar en que se está debilitando mi interés por todo.”
Entre la angustia, el valium “blues”, y una pulsión de muerte al mango: dos tentativas de suicidio. Desde una clínica de rehabilitación en Bogotá, Andrés le comunica –correspondencia mediante- a su amigo y redactor de Ojo al Cine: “Querido Miguel: Todavía no alcanzo a morirme.”
Sin embargo, el propósito de este artículo no es otro que el de echar luz sobre esta novedad literaria que viene flotando en el limbo desde hace más de 30 años. Es decir, de ningún modo hacer de esto, crónica de una tragedia a lo Cobain.
Lo cierto es que Nuestro Rimbaud del siglo XX, más que un fenómeno literario, fue -o mejor dicho- es, un fenómeno de la crítica cinematográfica. Henry Miller escribió: “lo que no está en plena calle es falso, inventado, es decir, literatura”. Con esto, lo que quiero decir es que toda la obra Caicediana es literatura pura. No seria justo pasar por alto que, así como supo explotar y agotar el género epistolar, también están sus cuentos, algunos más ágiles y otros no tanto, pero todos cargados de una virulencia atroz. Sobre todo aquella especie de “manifiesto punk” llegando al final de Que viva la música. Quizás la mejor parte de su única novela llena de lirismo y delirio, narrada en primera persona por una adolescente burguesa (María de los Ángeles Huerta) que se inicia en la larga y peligrosa noche de Cali.
No obstante, el rigor que toda pasión exige, está puesto en sus escritos dedicados minuciosamente al cine. “El concepto de que el cuadro, el fotograma, es la ventana al mundo, es de hecho un pensamiento hermoso, liberador”. Andrés Caicedo se lo vio todo y nos dejó un registro impecable de las mejores y peores obras cinematográficas, desde el cine mudo hasta la fecha que data su muerte. Amaba al cine en general con la misma intensidad que odiaba algunas películas en particular. Desde los hermanos Marx, Hitchcock y su admirado Robert Rossen, hasta Brian de Palma. Implacable con lo que consideraba como “películas de mierda” -tanto así que se propuso “escribir una impugnación general a Robert Altman”-; fascinador y categórico cuando quedaba maravillado. Son muchos los artículos, pero yo solo pude ojear algunos de la fructuosa recopilación de textos del escritor, que el periodista chileno Alberto Fuguet consumó en “Mi cuerpo es una celda, Una autobiografía”. (Norma, Colección La otra orilla). De aquellos escritos me quedo con dos o tres resonando, porque la memoria indefectiblemente abrevia y excluye. A través de los ojos y el alma sensibles de Andrés, la intimidad universal de un film de Bergman y el Rebelde con causa de Nicholas Ray, al igual que la lucha generacional y cultural de Esplendor sobre la hierba de Kazan. Algunos de esos apuntes son y serán -para mi- un leit motive, una incitación, al placer de salir y asomarse por la ventana al mundo, para entenderlo o desentenderlo por completo. La vigencia de la buena literatura, es decir, de aquella que nos cautiva -dejando afuera toda clase de intelectualismos- radica en un fenómeno casi epidérmico. Como un pinchazo por el que se infiltra la pasión y fluye dentro de nosotros y entonces ya no somos los mismos. Porque vivir, amar, ver películas y leer sin pasiones, es un absurdo rotundo o una gran pendejada. Seguramente Caicedo los estará esperando en algún sitio, eso si, esténse preparados para tremenda Salsa.