18/11/11

Osvaldo Lamborghini: Un brillo de fraude y neón.



Nota publicada en el Nº 5 de revista En Voz Alta.


La excusa es que la editorial Mondadori reunió en dos tomos –Novelas y Cuentos I y II  su obra narrativa casi completa; el verdadero motivo es la manija, el rodeo y renuencia que a menudo produce leer a Osvaldo Lamborghini, con el puñado de cosas que dejó escritas para eso, para provocar, enmanijar y viciar una lectura y escrituras que proliferaron a posteriori sin ton ni son, o mejor, al ritmo de estridencias, risotadas y aullidos desesperantes.
 Osvaldo Lamborghini nació en Buenos Aires el 12 de abril de 1940 y murió en Barcelona el 18 de noviembre de 1985. En el medio, su vida transcurrió en un desplazamiento continuo, nomadismo como le dicen, entre Buenos Aires, Mar del Plata y Barcelona. En ese zigzagueo escribió todo lo que hoy nos ocupa.

Lejos de ostentar una obra para ser leída “con admiración y en silencio”, dejó flotando una especie de mito underground, marginal, “ilegible” y tentador por lo que naturalmente todos o casi todos los que sí están dentro de la cultura oficial quisieron hablar y escribir sobre él y su obra y polemizar con dimes y diretes sobre un Lamborghini que quizás desde el más allá o desde un rincón de esta misma hoja nos esté interpelando: –“¿Están locos, o les pica el culo?”. Sí, ese mismo que escribió El Fiord, el mítico cuento que circuló en la semiclandestinidad a fines de los años ‘60 entre militantes e intelectuales de la época.

Para economizar epítetos podría decir que se trata de un relato… ¡alegórico! como muchos de sus escritos, que contiene reminiscencias de la fragancia fétida del romanticismo gore del Matadero echeverriano, pero más porno y definitivamente más combativo…y triunfante, es decir, revolucionario. “Así practica El Fiord una barroquización sorprendente: (…) Tapiz apretujado, pero en vez de esplander en la nobleza de sus gasas y aterciopelados moños, se urde a espumarajos, a escupitajos, a baldes de sangre y mierda, a chonguerías”. Si Néstor Perlongher no especificara podría estar hablando de cualquiera de los dos, o no. Lo cierto es que El Fiord es su monstruaria opera prima, su “matrice” (como el Matadero a la narrativa argentina) que además encabeza el primer tomo de esta nueva edición. Pero no por ser la primera obra publicada del autor adquiere valor y trascendencia, sino porque es una de las piezas narrativas de Lamborghini, que a juicio de quien escribe,  le da una cuota sensata de sentido a todo esto, y es precisamente la dimensión política e ideológica que gravita en ella. Casi todo lo demás es una cuestión de estilo, pura paja lamborghiniana, de lo que sin dudas también se hablará.

Ni marxista, ni peronista: fiordista.

El Fiord (Chinatown, 1968) como pieza clave o corolario de la obra de O.L salió a la luz durante el onganiato, entre los cada vez más acalorados debates obrero-sindicales, y las resistencias, tendencias y peronismos varios. Había para hacer dulce y Lamborghini además se armó una “fiestonga”, porque eso es El Fiord: Una orgía de representaciones políticas de la época donde la violencia –inherente a toda contienda política– y la sexualidad se viven intensamente en y por los cuerpos de todos los personajes. Por un lado las bases peronistas de la resistencia (Sebas, un “enfermo de anemia perniciosa”, “una geografía del hambre”); por otro, la disputa en el ámbito de la “legalidad”: el sindicalismo burocrático que por siempre se arrogó la representación de Toda la Clase Obrera y sus contradicciones internas, personificadas entre la parturienta Carla Greta Terón (CGT), la lujuriosa Alcira Fafó (Andrés Framini) y la miserable criatura (“en lo que hace al tamaño, entendámonos”) Atilio Tancredo Vacán (Augusto Timoteo Vandor). Por último o en principio, El Monstruo borgeano, “nuestro abusivo Dueño y Señor”, “Hijo de puta Amo y Señor”, “Chancho Burgués” con su “sonrisa ortopédica”, el Loco Rodríguez, quien encarna y descarna la figura de Perón.

Ricardo Piglia en La Argentina en pedazos dice que aquel país que alucinan los escritores en la ficción de sus tramas “debe leerse a contraluz de la «historia verdadera», y como su pesadilla”, porque “la literatura tiene siempre una marca utópica, cifra el porvenir y actualiza constantemente los puntos clave de la política y de la cultura argentina”.
Lo paradojal de El Fiord radica en ese ida y vuelta constante entre el relato ficcional y su co
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relato en la realidad, porque si bien en El Fiord finalmente triunfa la revolución: “Así, salimos en manifestación” (tras cagarse los oprimidos, literalmente en el Loco, matarlo y comérselo en banquete), el mismo relato presagia lo peor, se anticipa al horror diametralmente inverso que desembocó en la última dictadura. A fines de los ‘70 en Sebregondi se excede O.L punteó: “Después del 24 de marzo de 1976, ocurrió. Ocurrió como en El Fiord.  Ocurrió. Pero ya había ocurrido en pleno Fiord”.

La marca utópica de Lamborghini en El fiord es doble y contradictoria. Por un lado, ¡la revolución! Y por el otro… ¡Vandor! que adquiere un rol no marginal, pero si pasivo –salvo por la masturbación– en la trama del cuento. Sin embargo el vandorismo en Lamborghini o la hipótesis de un “Lamborghini vandorista” es un invento de César Aira
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quien le atribuye la opinión de que “con el asesinato de Vandor se terminó con la clase obrera”, y otras patrañas por el estilo que luego compró Fabián Casas y volcó en un ensayo bonsai dedicado a Leónidas, El Hermano Mayor. Allí hace referencia a una supuesta rivalidad tragicómica de los hermanos Lamborghini, “Caín y Abel, o Caín y Caín”. Casas dice que Leónidas Lamborghini es lo único revolucionario que tiene el peronismo y que por el contrario Osvaldo parece encontrar “su estética y su ética en la derecha peronista más reaccionaria y monstruosa”. “Osvaldo – dice House– no sólo quería un peronismo sin Perón, sino un lamborghinismo sin Leónidas”. Casas a veces es muy camiseta (de Leónidas) pero hasta donde sabemos, Osvaldo a diferencia del autor del Solicitante descolocado, no se declaró peronista sino para parodiar o para-odiar: “Me gustaría lamerle el culo a un general” clamó El Hermano Menor, atribuyéndoselo a un “don de familia”.

Elsa Drucaroff, por su parte y como contrapunto a la hipótesis de Aira, rescata a un Lamborghini de izquierda, un Lamborghini en tanto sujeto social que ejerce el oficio de escritor, y a su escritura como resultado insoslayable entre la historia y su subjetividad. “El 24 de marzo de 1976, yo, que era loco, homosexual, marxista, drogadicto y alcohólico, me volví loco, homosexual, marxista, drogadicto y alcohólico”. Cortar por lo sano con este embrollo consistiría en rechazar de plano esa caricatura de un Lamborghini peronista de cotillón, (a lo Gatica) en la versión libre de Aira y recuperar sí, aquella consigna preferida de Perlongher que vociferaba un asambleísta al otro lado del Fiord: ¡Jamás seremos vandoristas! Jamás.

“Y por más que el lector sufra, el perverso jamás rima”

El niño proletario, La causa justa, el Pibe barulo y Cloaca Iván son los otros textos en que Lamborghini se deja leer, y como aconseja Piglia, a contraluz de la «historia verdadera». Relatos cifrados en ese humor díscolo, telúrico y puteador, que cobra vida y sentido en la Gran Llanura del Chiste, donde el tabú de la homosexualidad masculina es abducido en el más profundo agujero negro e infinito del terror de una sociedad medio psicótica y milica, como la nuestra, que siempre anda con cuidado porque si se da vuelta, capaz le gusta. En tanto, la guerra (de Malvinas) y el fútbol se erigen como los “supremos deportes de las sociedades masculinas”, al decir de Perlongher y al parodiar de Lambor: “Es formidable: Argentina, (¡Argentina, Argentina!) especula con la caída del Imperio británico”. Por último, El niño proletario es el más lineal en términos narrativos, pero también el más visceral cuando el chiste se torna pesadilla y una vez más la alegoría se hace carne en el cuerpo de una clase sometida por otra mediante el abuso, la vejación y el oprobio.

Con todo, no es una presunción absurda creer que está sobrevaluada la obra de O.L. No es el Borges de la contracultura literaria como quiere Aira, preguntándose: “¿cómo se puede escribir tan bien?”, en la elogiosa albacea con que prologó la primera edición de Serbal en 1988, luego de la muerte de Lamborghini. Además, que esté sobrevaluada no significa que no valga la pena hacer el intento de leerlo, de caer en sus garras por fascinación o aturdimiento y de reescribirlo como hacemos acá. Pero volviendo al “¿cómo se puede escribir tan bien?”, pero para descartarlo, nos preguntamos mejor: ¿Qué quería hacer Lamborghini con la escritura? A confesión de partes, en Sebregondi se excede, O.L dice: “Cuando el ser, pero no hay ser, ¡entendámonos!, tiene la vida tacha. Tampoco hay no ser, porque lo único que hay es lo único que no importa: el lenguaje. Los directamente implicados en el fraude, en el negocio flatulento de la mentira, ésos: ésos cultivan el lenguaje. Aquí se trata de matar.” Al parecer, en Lamborghini se trata de la destrucción, de matar el lenguaje literario a medida que va labrando uno propio en una escritura para sí mismo.

La convencionalidad de la lengua (que adquiere estatuto de ley) es lo que para Lamborghini encierra el fraude (sobre todo en la literatura argentina de salón). Sin embargo, y por otra parte, cabe preguntarse si el parto retardado y tortuoso de ese otro lenguaje no será la mejor expresión del autoerotismo en el ejercicio de la escritura misma. La paja lamborghiniana: Escribo para mí, ¿y qué? Parece decirnos cuando manifiesta: "Es difícil no gustarle a nadie". Nicolás Rosa advirtió en Osvaldo Lamborghini “una lengua filosa, y ¡guay! del que se atreva a desafiarla, es decir, a leerla; cuidado los universitarios, cuidado los críticos, cuidado los panfletistas, cuidado los novelistas de aquí o de allá, cuidado: aquí la retórica opera con dos entidades, la blasfemia y el insulto. Un verdadero escupitajo en la cara de la literatura argentina que prevemos no dejará herederos, él es su propia heredad”. Rosa tiene razón, nadie heredó nada. Sus contemporáneos, aquéllos que  lo conocieron, no lo heredaron, lo reinventaron en clave amor-odio. Entendámonos, lo consagraron en mito, en el “maldito mito”. Los giles que venimos detrás nos encontramos con Las Sagradas Escrituras de Osvaldo Lamborghini y pensamos (para consolarnos) que se trata de una farsa: nos precipitamos ante un Lamborghini estafador,  prestidigitador de lo imposible en ese lugar-no lugar donde todo es posible: la literatura. “Un brillo de fraude y neón”, incandescente o iridiscente, así se erige el menor de los Lamborghini, que aunque nos embauque, a tontas y a locas lo seguimos leyendo. 

Los que hablan En Voz Alta

Nota publicada en la edición N°113 de El Eslabón.



Portada del último número de la publicación literaria.
La revista de cuentos y poesías En Voz Alta que desde hace cinco años reúne a artistas anónimos y no tan anónimos de la ciudad a través de convocatorias abiertas, tiene en puerta un nuevo numero que se lanzará al público a mediados de noviembre. Según afirman sus realizadores, la quinta edición de E.V.A viene con “calidad Premium”. No es arrogancia; los mortales que están detrás de este proyecto afirman contrariados que la revista “funciona sola. Ya casi no nos necesita”. Incluso desde las redes sociales En Voz Alta habla en primera persona: “No soy una revista snob, no insistan.”

Más allá del ardid y la pompa que vociferan los alteregos de dicha publicación, la propuesta de En Voz Alta viene siendo algo más que una “revista literaria” sino un proyecto de arte colectivo corporizado sí,  en 60 cálidas páginas en blanco y negro que se imprimen y distribuyen en la ciudad.

Además es sabido que detrás de un proyecto de estas características que dure más de tres meses hay como mínimo ocho personas más o menos serias dispuestas a casi todo. Tal es el caso de estos purretes que “por amor al arte” se las arreglan para ampliar la cantidad de páginas e incluir a más autores, por apostar a la calidad, por salir a vender revistas y publicidades, asistir a eventos, ferias; por seleccionar los textos y las ilustraciones más conmovedoras de los tantos que mandan, en fin, por hacerla más linda y para que llegue a la mayor cantidad de personas posible.

Los realizadores de E.V.A son todavía jóvenes y de Rosario; algunos de ellos se prestaron en la oportunidad para hablar (en voz alta) de la revista.  El derrotero de la charla es un idéntico al de cada tertulia semanal convocada para decidir cuestiones vitales sobre la revista, aunque como ellos aseguran, siempre se termine hablando de pornografía. 

“La revi es una construcción autogestiva y colectiva,  en la cual un grupo de mutantes víctimas del sistema y gestores de su misma reproducción tratan de bajar línea implícitamente a través de convocatorias abiertas al público con el objetivo de difuminar la barrera entre autor-yo publico y lector-yo recibo y admiro el trabajo de otros porque son mejor que yo”,  reflexionó con seriedad de superhéroe Daniel Basilio, integrante del staff desde los inicios de la revista.

En este sentido y en pos de acortar brechas, Basilio insistió: “Pero lo que quiero decir es que el arte está interconectado y si bien la revista parte desde la literatura, lo nuestro es extensivo a las otras artes porque las influencias vienen de todos lados, por eso la idea de literatura urbana es para restituir la relación entre el arte y la vida, lo cotidiano, sin caer en un realismo costumbrista”.

Pareciera irse todo por la tangente, como en cada reunión grupal donde hablar de números y fechas de publicación es lo último que se resuelve y a las apuradas. Sin embargo Felipe Nicastro, el benjamín del grupo, con paciencia y astucia retomó la idea que dejó flotando su compañero: “Yo creo que justamente si una de las cosas que la revista puede lograr es achicar la distancia lector-escritor, hay una parte que falta que es la de que el escritor que participe, se involucre con la revista y sirva como caja de resonancia de la misma, porque en definitiva somos un espacio para que aparezcan nuevas voces”.

Nicastro que entre otras cosas es aficionado al vampirismo, abrió otra cuestión no menor: el rol que asume el eventual escritor respecto a la publicación. “Lo ideal sería que a la revista se la tome, se la apropien quienes quieran publicar y juntarse con otros para publicarse entre ellos y al de al lado que también tiene un blog o un cuadernito; que sea una cuestión viral y epidémica, no una alergia estacional. Porque quien nos lee sabe que también es un potencial publicador o sea, si bien hay un filtro editorial el objetivo de la revi no es publicarnos a nosotros únicamente y para eso también es necesario cierto compromiso. Pienso que en la literatura debe haber un trabajo como si se tratase de una pequeña artesanía”, replicó.

Por su parte Analía Lardone, alma mater de E.V.A,  hizo un balance sincrético, es decir, sin vueltas  sobre esta experiencia que se sostiene a pulmón: “Los que hacemos la revista somos personas con trabajo, estudio, ocupaciones y se nos complica organizarnos en cuanto a la venta, distribución, etcétera. Todavía tenemos cierta informalidad en cuanto a los procesos, pero también un poco de eso se trata, ¿no?”. Al cierre de una edición que se programa anualmente, Analía es la que va cerrando y ultimando los detalles de la próxima publicación que se viene con “altos textos y altas ilustraciones”. Todo a pulmón y “sin fines de lucro”  ya que lo que se recauda va a un fondo común para que En Voz Alta pueda salir. 

“Siempre un proyecto encarado de forma independiente jode el bolsillo pero por suerte la gente nos apoya cada vez más y la revista de a poquito va tomando forma, sobre todo gracias a los lectores, aportantes, artistas, amigos, ¡y no lectores también!”, comentó Analía con entusiasmo.

A propósito de la revista,  Lardone hizo un alto para recordar a modo de invitación, que el 16 de noviembre a partir de las 20 en el Centro de Expresiones Contemporáneas (CEC) En Voz Alta presenta su quinto número con música, teatro y algunas sorpresas más. El proyecto que está en marcha desde el 2007 va in crescendo, porque así como testimonian estos  jóvenes, sortear los escollos de la contingencia burocrática, los costos de impresión, los desencuentros, los cuelgues y las responsabilidades y el desvarío típico que le cabe a cada integrante, no son suficientes para torcer la voluntad popular, porque en Voz Alta es vox populi.

8/2/11


Muere joven y deja obra
La vida breve de Andrés Caicedo*
(Articulo publicado en la revista En voz alta. Nº4)


El mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre” Louis Ferdinand Céline



“Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia,

logran lo absoluto y sucumben de manera admirable: son los trágicos, su numero es reducido.”

Herman Hesse






Trabajar en una librería para un/a joven estudiante podría ser (mal) entendido como un privilegio ante quienes se asumen como buenos o meros lectores. El lado b de este módico sueño ¿pseudo-hipster? es que se trate de una librería situada en el corazón mismo de un Shopping. No se diga más. Pero los milagros ocurren, sobre todo cuando se trata de un hallazgo en medio de una librería babilónica del híper-consumo- y de la híper oferta-demanda de Aguinis, Yofres, Stamateas, Coehlos, etcéteras. Este fenómeno-hallazgo muchas veces ocurre como resultado del azar -lo cual intensifica el goce- o como cuando un libro te lleva hacia otro. Algo así como el efecto mamushka de la literatura. Siempre hay un libro o muchos dentro de otro. Este mecanismo de intertextualidad nos garantiza siempre grandes y gratas sorpresas.
A fines del 2007 en esta especie de librería, sobre las mesas de novedades encontré, de pasada, un libro con una portada muy llamativa -por lo psicodélica- y con un titulo encantador: “Qué viva la música”. ¿Andrés Caicedo? Jamás había oído hablar de él. A primera vista el titulo me atrapó por la sencilla razón de que ya venia yo en el tren beatnik con rumbo incierto, y pensé que quizás esta novela era la próxima parada. Mas o menos así fue: Estación rock & pop pero del subdesarrollo. Lo revelador fue que el prólogo estaba a cargo de Fabián Casas. He aquí el milagro, un momento epifánico: de la mano de Casas un nuevo autor entró a mi vida. “¡Welcome, Andrés!” A partir de allí comenzó mi travesía con este colombiano y lo confieso, caicedisticamente me enrumbé.
Andresito vivió poco y escribió mucho. Como dice Casas en el ya mencionado prólogo “Su vida fue un haiku”. En 1977 a los 25 años, el mismo día que tuviera en sus manos el primer ejemplar de su única novela, se tomó 60 pastillas de Seconal y chau. Pasó a ser historia, mito y leyenda. Mito y leyenda de Colombia y noticia para el resto de Latinoamérica, que le da la bienvenida a toda su obra editada recientemente por Norma.
De vida en reversa, asexuado, border y esquizoide; delgado y frágil, miope y tartamudo- zanjada así la distancia con casi todos los demás-. A buen entendedor: un freak total.
Andrés era un caleño atravesado, si, pero sobre todo, era un adelantado a su época: un profeta desterrado, porque no se hallaba en ninguna parte, salvo en las salas oscuras del cine-club. “acabo de salir del cine y contemplo con horror la noche que me habita dentro”. Preso en su ciudad como en su propio cuerpo, mientras Colombia era Macondo y nada más, Caicedo escribió: “Cali es un calabozo y aquí estoy yo”.

 La obra
Desde este calicalabozo, y sobre todo desde su inframundo interior, Caicedo gestó una narrativa contracultural. Como el reverso del boom latinoamericano, y como manifiesto de una generación pop-rockera que carecía de un cauce de expresión.
Andrés, entonces, con el zoom puesto en las grietas mohosas de una Colombia tropical y subdesarrollada, asediada por la violencia instalada en las calles, la rumba y el narcotráfico, se quiso auto explicar, para no decir que murió en el intento. Esta visión descarnada que se puede leer en casi toda su obra constituye un realismo trágico, negro sobre blanco, que contrasta cabalmente con el tan aclamado realismo mágico del Gran Gabo Nobel de la literatura. “Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Taxi Driver y los Stones” comentó Alberto Fuguet en la contratapa de Que viva la Música.
Con un lenguaje propio, de su tiempo, coloquial y fuertemente localista, este joven eterno habitó sus historias de personajes con destinos fatales, que se deslizan en distintos planos sobre una misma escena, urbana pero caliente. Los días en Cali eran todos igualmente agotadores. Las noches en cambio, eran el convite a dejarse caer -salsa-sexo-drogas y un poco de rock mediante- por la espiral descendiente, de muerte en muerte. Todos sus personajes eran -como él- adolescentes viejos que morían de apoco en cada fiesta.
Escribió con una velocidad endemoniada todo lo que, a sabiendas, lo eternizaría post mortem: “dejo algo de obra y muero tranquilo”. Todo lo que publicó en vida es desproporcionalmente menor a la gran posdata con la que nos encontramos tres décadas después: guiones de cine (sobre todo westerns), obras de teatro, cuentos y poesía, artículos de crítica cinematográfica, diarios personales y mucha correspondencia. Cinéfilo, cinépata, cinéfago, o también como él mismo se solía llamar, cinesifilítico. ¿Qué se puede hacer salvo ver películas? se preguntaba Charly García en Argentina, en el mismo año en que la pantalla de Caicedo se ponía en negro para dar lugar a los créditos. Porque más acá de la literatura, AC cultivó desde muy pequeño un amor obseso por la imagen y el movimiento. Fundó la primera cinemateca de Cali y dirigió la revista Ojo al Cine en la cual publicó la mayoría de sus apasionantes artículos, junto a su reducto de amigos entrañables que adoraban el cine y la literatura tanto como él.
“En su mundo de celuloide Andrés era tan feliz” tanto que mientras los literatos de la época acariciaban el sueño de Paris, Caicedo viajaba a Los Ángeles para vender dos de sus guiones de cine. Fracasó, y decepcionado a su vuelta dijo que al final “Hollywood no existía”.
Sin ir más lejos, la historia de vida de Andrés transcurrió dentro de una constelación edípica estancada y con todos los pormenores harto conocidos del ABC de la novela familiar de las clases medias. Único hijo varón con tres hermanas mujeres, una madre sobreprotectora y un padre eterno-rival. La distancia irreductible entre AC y su familia -menos con Rosarito, su hermana mayor- es la que mediaba entre él y el resto del mundo. Entre su tormento y la incomprensión de la gente para los que incurren en “la inconveniencia de complicarse innecesariamente la vida.”

Entre la vida y la muerte, el cine
Es probable –o no- que como dijo Fuguet, si Andresito estuviese entre nosotros, “la hubiese pasado mejor”. Hoy seria un post-adolescente con problemas, pero con un blog. Las herramientas que brinda Internet le hubiesen permitido mantenerse en contacto con miles de jovencitos empantanados al igual que él. Empero, más que un triste Blogger, Caicedo hubiese preferido ser lo que fue. Precoz y maldito, la idea de llegar a viejo le parecía un despropósito.
 Allá en los setenta aspiró a permanecer dejando testimonio por escrito – a maquina- del infierno en vida que le toco vivir, tanto en Cali como dentro de si mismo: “y es que he venido a saber que soy de raza triste, que mi tristeza es congénita, tristeza de madrugada y de antes de cerrar los ojos (…) Ahora escribo para calmarme y para buscar un orden. Me da un miedo atroz pensar en que se está debilitando mi interés por todo.”
Entre la angustia, el valium “blues”, y una pulsión de muerte al mango: dos tentativas de suicidio. Desde una clínica de rehabilitación en Bogotá, Andrés le comunica –correspondencia mediante- a su amigo y redactor de Ojo al Cine: “Querido Miguel: Todavía no alcanzo a morirme.”
Sin embargo, el propósito de este artículo no es otro que el de echar luz sobre esta novedad literaria que viene flotando en el limbo desde hace más de 30 años. Es decir, de ningún modo hacer de esto, crónica de una tragedia a lo Cobain.
Lo cierto es que Nuestro Rimbaud del siglo XX, más que un fenómeno literario, fue -o mejor dicho- es, un fenómeno de la crítica cinematográfica. Henry Miller escribió: “lo que no está en plena calle es falso, inventado, es decir, literatura”. Con esto, lo que quiero decir es que toda la obra Caicediana es literatura pura. No seria justo pasar por alto que, así como supo explotar y agotar el género epistolar, también están sus cuentos, algunos más ágiles y otros no tanto, pero todos cargados de una virulencia atroz. Sobre todo aquella especie de “manifiesto punk” llegando al final de Que viva la música. Quizás la mejor parte de su única novela llena de lirismo y delirio, narrada en primera persona por una adolescente burguesa (María de los Ángeles Huerta) que se inicia en la larga y peligrosa noche de Cali.
No obstante, el rigor que toda pasión exige, está puesto en sus escritos dedicados minuciosamente al cine. “El concepto de que el cuadro, el fotograma, es la ventana al mundo, es de hecho un pensamiento hermoso, liberador”. Andrés Caicedo se lo vio todo y nos dejó un registro impecable de las mejores y peores obras cinematográficas, desde el cine mudo hasta la fecha que data su muerte. Amaba al cine en general con la misma intensidad que odiaba algunas películas en particular. Desde los hermanos Marx, Hitchcock y su admirado Robert Rossen, hasta Brian de Palma. Implacable con lo que consideraba como “películas de mierda” -tanto así que se propuso “escribir una impugnación general a Robert Altman”-; fascinador y categórico cuando quedaba maravillado. Son muchos los artículos, pero yo solo pude ojear algunos de la fructuosa recopilación de textos del escritor, que el periodista chileno Alberto Fuguet consumó en “Mi cuerpo es una celda, Una autobiografía”. (Norma, Colección La otra orilla). De aquellos escritos me quedo con dos o tres resonando, porque la memoria indefectiblemente abrevia y excluye. A través de los ojos y el alma sensibles de Andrés, la intimidad universal de un film de Bergman y el Rebelde con causa de Nicholas Ray, al igual que la lucha generacional y cultural de Esplendor sobre la hierba de Kazan. Algunos de esos apuntes son y serán -para mi- un leit motive, una incitación, al placer de salir y asomarse por la ventana al mundo, para entenderlo o desentenderlo por completo. La vigencia de la buena literatura, es decir, de aquella que nos cautiva -dejando afuera toda clase de intelectualismos- radica en un fenómeno casi epidérmico. Como un pinchazo por el que se infiltra la pasión y fluye dentro de nosotros y entonces ya no somos los mismos. Porque vivir, amar, ver películas y leer sin pasiones, es un absurdo rotundo o una gran pendejada. Seguramente Caicedo los estará esperando en algún sitio, eso si, esténse preparados para tremenda Salsa.